jueves, 8 de septiembre de 2016

TRES POSTALES POLÍTICAS DE UN MEXICANO EXCEPCIONAL; Enrique Martínez

Tres postales políticas de un mexicano excepcional

(con algunas anécdotas y revelaciones que el asesor había guardado para mejor ocasión, que es esta)

Enrique Márquez.
1ª Manuel Camacho murió lamentando no haberse deslindado con Carlos Salinas de un modo más drástico y oportuno(¡por si hubiera faltado!)
–¿No crees Enrique que nos equivocamos, que yo debía haberle renunciado a Salinas, para romper rotundamente y buscar la candidatura por mi cuenta, cuando me dijo que yo no sería su candidato? [1], me cuestionó Camacho algunos meses antes de su fallecimiento.
Confieso que la pregunta, que Manuel me volvería a plantear en ocasión de una comida que compartimos con Óscar Argüelles, al principio me desconcertó pues parecía sugerir que -veinte años después de los hechos que lo separaron sin remedio de Salinas, su viejo amigo y socio político- Camacho no había asimilado enteramente la situación.
–No licenciado, no, terció Argüelles, siempre vehemente y preciso; no, licenciado, usted hace eso y para pronto hubiera muerto.
***
Abrumado por los últimos abordajes de Camacho; agobiado de algún modo por el reclamo, porque, de todo su equipo, yo había sido el único de a quien confió lo ocurrido en el balcón central de Palacio durante el desfile del 20 de noviembre de 1993 y a quien consultó, al día siguiente, para la decisión de no renunciarle de golpe a Salinas). Semanas después, volviendo a pensar en el gesto grave, en la seriedad con los que se dirigió a mí las dos últimas veces antes de su muerte, pensé que Manuel no se lamentaba por frustración sino por dignidad y sentido de la vergüenza.
Camacho murió, hoy lo sé, apenado por haber pertenecido a un proyecto y a un gobierno que, en sus desenlaces, por sus traiciones y equivocaciones, contribuyó enormemente a desquiciar las décadas siguientes a México.
2ª José María Córdoba en la Torre de Tlatelolco.
Estábamos, a principios de diciembre de 1993, en el piso Nº. 19 de la Torre de Tlatelolco, donde Camacho despachaba desde hacía unos cuantos días como Canciller, cuando de pronto, inusitadamente hizo su arribo José Córdoba Montoya.
–Aguántenme tantito –nos dijo Manuel a quienes, todos de confianza, estábamos con él; voy a recibir a este cuate.
Pasados no muchos minutos, una vez ido Córdoba, Camacho me llamó para comentarme que el súper jefe de la oficina de la presidencia, quien había tenido un enorme influjo sobre el anterior Canciller (F. Solana), le había ido a prometer un armisticio, que no se habría de inmiscuir en sus asuntos.
Camacho, el político eternamente preocupado por la mejor política, inquieto porque a esas alturas todavía no parecía despegar la campaña de Colosio, le había inquirido, según me narró:
–Pepe: ¿por qué no ha comenzado la campaña? Los primeros días para un candidato presidencial del PRI son clave.
Córdoba, con su acostumbrada tranquilidad, casi rayana en el desgano, contestó: es que no va a haber campaña, Manuel. Al candidato lo vamos a colgar de la   gran popularidad que tiene el Presidente Salinas. Y ya.
–Imagínate, Enrique, lo que Córdoba me dijo; todavía no puedo creerlo, remató Manuel.
3ª Tantas muertes, tantos entierros, tantas ruinas de familias.
En el último encuentro de los que dedicábamos a hablar de literatura histórica y política, de Ciencia Política, le obsequié a Manuel un libro que había traído de un viaje a Madrid y que hasta ese entonces ninguno de los dos había leído: la Historia de Florencia, de Maquiavelo [2], que narra, entre otros hechos, las rencillas palaciegas y las discordias civiles que hacia 1434 afectaban la supremacía de los Medici y de otros prohombres de ese mundo del poder agitado y truculento y del territorio toscano.
Abriendo el libro con entusiasmo y no sin cierta cuita, le leí de jalón este párrafo del proemio que, desde mi punto de vista, podría ayudarnos a entender con una gran economía los caminos cada vez más violentos e inciertos en que había caído nuestro país desde la crisis de unidad y la bancarrota del gobierno salinista (1993-1994), que, por soberbia o cerrazón, lamentablemente perdió la oportunidad de procurarle a México una gran reforma política que se correspondiese con la económica:
“Primero se desunieron entre sí los nobles –escribió Maquiavelo, luego los nobles y el pueblo y, por último, el pueblo y la plebe. Y muchas veces sucedió que una de estas partes, al quedar vencedora, se dividió también en dos. De esas divisiones siguieron tantas muertes, tantos entierros tantas ruinas de familias como no hubo jamás en otra ciudad (…)”
–Pues sí, Enrique –comentó Manuel–, así fue, así está ocurriendo. Salinas, con sus complicidades y los intereses, sacrificó el momento y todo comenzó a descomponerse, y luego, alrededor del 2000, perdimos nuestra última gran oportunidad. El problema ahora, Enrique, es cómo, con quién, en qué momento, con qué ideas políticas mayores podríamos, si es que todavía se puede, devolverle a México los quicios perdidos.
[1] 20 de noviembre de 1993, en el balcón central de Palacio Nacional, donde Salinas Presidente y Camacho Jefe del Departamento del Distrito Federal, presenciaban el desfile del 20 de noviembre. Para este hecho, como para los se sucedieron hasta la renuncia de Camacho como Comisionado para la Paz en Chiapas (16 de Junio de 1994), consultar mi libro Por qué perdió Camacho/Revelaciones del Asesor de Manuel Camacho Solís, México, Editorial Océano, 1995, 249 p.
[2] Edición española de 2009, de la Editorial Tecnos.

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